miércoles, 29 de diciembre de 2010 | By: Skadhi

Novedades editorial Versatil enero 2011. Ley de la atracción, de Simone Elkeles

Buenos días!!

Nos han llegado los primeros capítulos de una de las novedades que tiene previsto sacar al mercado en enero la editorial VERSATIL. Se trata de "La ley de la atracción", de Simone Elkeles, cuya portada, todo hay que decirlo, es bastante atractiva y nos ha gustado mucho. Para ir abriendo boca, os colgamos los capítulos y la información sobre el libro... 




LA LEY DE LA ATRACCIÓN
Fecha de publicación: Enero
Temática: Juvenil Romántica
PVP: 18,50 €
Páginas: 416
Formato: 13,5 x 23 cm.
Encuadernación: rústica solapas
ISBN: 978-84-92929-34-4

SINOPSIS

Carlos se niega a aceptar la vida que su hermano mayor, Alex, le ha organizado. Prefiere seguir viviendo al límite y forjarse su propio camino como hizo Alex. Pero Alex lo arregla todo para que Carlos se vaya a vivir con un antiguo profesor y su familia, y evite así la cárcel. Todo se complica cuando Carlos conoce a Kiara, la hija del profesor, tan diferente a las chicas por las que suele sentirse atraído...


LA LEY DE LA ATRACCIÓN
Simone Elkeles


Carlos
Capítulo uno
Quiero vivir la vida según mis propias normas, pero soy mexicano, lo cual significa que, lo quiera o no, mi familia siempre está ahí para guiarme en todo lo que hago. Bueno, tal vez guiar no es el verbo más adecuado. Dictar se acerca más. Mi madre no me preguntó si quería dejar México y trasladarme a Colorado a vivir con mi hermano Alex durante mi último curso de instituto. Ella fue quien tomó la decisión de enviarme de vuelta a Estados Unidos «por mi propio bien», según sus propias palabras, no las mías. Cuando el resto de la familia se puso de su lado, la decisión estuvo tomada.
¿Realmente creen que mandándome de vuelta a Estados Unidos evitarán que acabe en prisión o a dos metros bajo tierra? Desde que me despidieron de la fábrica de azúcar de caña hace ya dos meses, me he dedicado a vivir la vida loca y nada conseguirá cambiar eso. Miro a través de la diminuta ventanilla mientras el avión sobrevuela los picos nevados de las Montañas Rocosas.
Está claro que ya no estoy en Atencingo… y tampoco en las afueras de Chicago, donde pasé gran parte de mi vida antes de que, en mi primer año de instituto, mi madre nos obligara a hacer las maletas para mudarnos a México. Cuando el avión toma tierra, observo al resto de pasajeros apresurarse diligentes hacia la salida. Permanezco en mi asiento e intento hacerme a la idea. Estoy a punto de encontrarme con mi hermano después de más de dos años. Dios, si ni siquiera estoy seguro de querer verle. 

El avión está casi vacío, así que ya no puedo remolonear más. Me cuelgo la mochila a la espalda y sigo las señales hacia la zona de recogida de equipajes. Al salir de la terminal, veo a mi hermano Alex esperándome al otro lado de la barrera. Me había hecho a la idea de que quizás no le reconocería o tal vez le sentiría como a un extraño en lugar de un miembro de mi familia. Sin embargo, es imposible confundir a Alex… Su rostro me es tan familiar como el mío propio. Constato, no sin cierto orgullo, que soy más alto que él y que ya no me parezco al hermano pequeño y enclenque que dejó atrás.
—Ya estás en Colorado —me dice mientras tira de mí y me abraza.
Cuando me suelta, descubro antiguas cicatrices, ya borrosas, sobre sus cejas y junto a las orejas, que no estaban ahí la última vez que le vi. Parece mayor, pero le falta esa mirada cautelosa que siempre llevaba consigo como un escudo, esa mirada que creo haber heredado de él.
—Gracias —respondo. Él sabe que no quiero estar aquí.
El tío Julio tuvo que acompañarme hasta la puerta del avión y luego amenazó con quedarse en el aeropuerto hasta estar seguro de que mi culo había levantado el vuelo.
—¿Aún no se te ha olvidado el inglés? —me pregunta mi hermano mientras avanzamos hacia la recogida de equipajes.
—Solo llevamos dos años viviendo en México, Alex —respondo poniendo los ojos en blanco—. O debería decir mamá, Luis y yo. Tú nos dejaste tirados.
—No os dejé tirados. Voy a la universidad para poder hacer algo productivo con mi vida. Deberías probarlo de vez en cuando, ya sabes.
—No, gracias.
Cojo mi petate de la cinta transportadora y sigo a Alex hacia el exterior del aeropuerto.
—¿Por qué llevas eso en el cuello? —me pregunta.
—Es un rosario —respondo, acariciando la cruz hecha de cuentas blancas y negras—. Me he vuelto religioso desde la última vez que nos vimos.
—Y una mierda. Sé perfectamente que es el símbolo de una banda —dice mientras nos acercamos a un BMW gris descapotable. Estoy seguro de que mi hermano no se puede permitir un coche como este; debe de habérselo prestado Brittany, su novia.
—¿Y qué pasa si lo es? —Alex era miembro de una banda cuando vivíamos en Chicago, y mi padre lo fue antes que él. Aunque se niegue a admitirlo, lo llevo en los genes. He intentado vivir siguiendo las normas. No me quejé ni una sola vez cuando ganaba menos de cincuenta pesos al día trabajando como un esclavo después del colegio. Cuando empecé a juntarme con los Guerreros del Barrio, ganaba más de mil al día. Puede que se tratara de dinero manchado de sangre, pero al menos en casa siempre había un plato de comida sobre la mesa.
—¿Es que no has aprendido nada de mis errores? —me pregunta.
Joder, cuando Alex estaba en los Latino Blood y aún vivíamos en Chicago, yo le idolatraba.
—No te gustaría la respuesta.
Alex sacude la cabeza, frustrado; me quita el equipaje de la mano y lo mete en el maletero del coche. ¿Qué más da que consiguiera salir de los Latino Blood? Llevará los tatuajes el resto de su vida. Tanto si quiere creerlo como si no, siempre estará unido a los LB, estando en activo dentro de la banda o sin estarlo.
Observo detenidamente a mi hermano. Es evidente que ha cambiado; lo he notado enseguida, nada más verle. Es Alex Fuentes, de eso no hay duda, pero ha perdido el espíritu combativo de antaño. Ahora que está en la universidad, cree que puede jugar según las reglas y hacer del mundo un lugar mejor en el que vivir. Es increíble la celeridad con la que ha olvidado que no hace demasiado vivíamos en la peor zona de las afueras de Chicago. Hay lugares que nunca llegarán a brillar, no importa cuánto trates de acabar con la suciedad que los cubre.
—¿Y mamá? —pregunta Alex.
—Está bien.
—¿Y Luis?
—Igual. Nuestro hermanito es casi tan listo como tú, Alex. Cree que va a ser astronauta, como José Hernández. Alex asiente como un padre orgulloso, y yo me digo que realmente cree que Luis algún día vivirá su mismo sueño. No tienen ni idea… Mis dos hermanos son unos soñadores. Alex cree que puede salvar el mundo creando curas milagrosas para enfermedades mortales y Luis está convencido de que puede abandonar este mundo y explorar otros nuevos.
Tomamos la autopista. A lo lejos se extiende un muro de montañas que me recuerda el perfil escarpado de México.
—Eso es la cordillera Front —explica Alex—. Mi universidad está en la falda de esas montañas. —Señala un punto hacia la izquierda—. Aquello son las Flatirons, las planchas, porque las rocas son planas como una tabla de planchar. Iremos algún día. Brit y yo solemos dar largos paseos cuando queremos olvidarnos del campus. Cuando se vuelve hacia mí, le miro como si mi hermano tuviese dos cabezas.
 —¿Qué? —¿Me toma el pelo?—. ¿Se puede saber quiéneres y qué has hecho con mi hermano? Mi hermano Alex era un rebelde y ahora no deja de hablar de montañas, tablas de planchar y paseos de la mano de su novia.
—¿Preferirías que hablara de borracheras y de acabar echando la papa?
—¡Sí! —respondo, actuando como si la idea me emocionara—. Y luego podrías decirme dónde puedo emborracharme yo hasta echar la papa, porque no duraré aquí más de cinco días si no introduzco algún tipo de sustancia ilegal en mi sistema —miento. Es más que probable que mi madre le haya contado que sospecha que ando metido en drogas, así que decido ser fiel a mi papel.
—Hermano, no me creo toda esa mierda más de lo que te la crees tú.
—No tienes ni idea de lo que hablas —respondo desafiante y poniendo los pies sobre el salpicadero del coche. Alex me obliga a bajarlos de un manotazo.
—¿Te importa? Es el coche de Brittany.
—Te has ablandado, tío. ¿Cuándo piensas dejar a esa gringa y empezar a ser un universitario normal y corriente y acostarte con todas las chicas que puedas? —pregunto.
—Brittany y yo no salimos con otras personas.
—¿Por qué no?
—Se conoce como ser novios.
—Se conoce como ser un panoli. No es normal que un tío sólo esté con una chica, Alex. Yo mismo soy un agente libre y tengo intención de seguir siéndolo.
—Dejemos esto bien claro desde el principio, señor Agente Libre: no te vas a tirar a nadie en mi apartamento. Quizás sea mi hermano mayor, pero mi padre lleva muerto y enterrado mucho, mucho tiempo. Ni quiero ni necesito sus puñeteras normas. Es más: ha llegado la hora de que establezca las mías.
—Dejemos esto bien claro desde el principio: mientras esté aquí, pienso hacer lo que me dé la santísima gana.
—Haznos un favor a los dos y escúchame atentamente. Quizás aprendas algo.
Se me escapa una carcajada. Sí, claro. Qué voy a aprender de él, ¿a rellenar la matrícula de la universidad? ¿A hacer experimentos de química térmica? No tengo intención de hacer ninguna de las dos cosas.
Guardamos silencio los siguientes cuarenta y cinco minutos de trayecto. Con cada kilómetro que recorremos, las montañas parecen estar más cerca. Pasamos junto al campus de la Universidad de Colorado-Boulder: edificios de ladrillo rojo y estudiantes cargando sus mochilas por todas partes. ¿Acaso cree Alex que puede desafiar las estadísticas y conseguir un trabajo bien pagado que le aleje de la pobreza el resto de su vida? Yo no pondría mis esperanzas en ello. La gente le echará un vistazo, a él y a sus tatuajes, y le echarán con cajas destempladas.
—Entro a trabajar en una hora, pero antes pasaremos por casa para que te instales —me dice mientras aparca el coche.
Sé que trabaja en un taller para pagar el dineral que le ha costado la universidad y los préstamos del gobierno.
—Ya hemos llegado —dice señalando el edificio que tenemos justo delante—. Tu casa.
El edificio de ocho plantas que se eleva frente a nosotros me hace pensar en una mazorca de maíz. Poco tiene de hogar, pero me da lo mismo. Saco el petate del maletero y sigo a Alex hacia su interior.
—Espero que esto sea la zona pobre de la ciudad, Alex —digo—. Porque me salen sarpullidos cuando tengo a gente rica cerca.
—No vivo entre lujos, si es a eso a lo que te refieres. Son apartamentos en alquiler para estudiantes.
Cogemos el ascensor hasta la cuarta planta. El pasillo huele a pizza podrida, y la moqueta está cubierta de manchas. Nos cruzamos con dos chicas vestidas con ropa de deporte. Están buenas. Alex les sonríe; a juzgar por la expresión ausente de sus rostros, no me extrañaría lo más mínimo si se arrodillaran para besar el suelo por el que mi hermano camina.
—Mandi, Jessica, este es mi hermano Carlos.
—Ho-la, Carlos… —Jessica me repasa de arriba abajo. Definitivamente estoy en el punto neurálgico de la fiesta universitaria, y empiezo a sentirme parte de ella—. ¿Por qué no nos habías dicho que estaba tan bueno?
—Aún va al instituto —responde Alex.
¿Quién se cree que es, mi carabina?
—Al último curso —intervengo, deseando quitarle importancia al hecho de que aún no tengo edad para ir a la universidad—. En un par de meses cumpliré los dieciocho.
—Te organizaremos una fiesta de cumpleaños —dice Mandi.
—Genial —me pavoneo—. ¿Puedo pediros como regalos?
—Si a Alex no le importa… —responde ella. Alex se aleja del grupo mientras se pasa una mano por el pelo.
—Tendré un problema si seguimos con esta conversación.
Esta vez las chicas se ríen. Luego echan a correr pasillo abajo, no sin antes mirar hacia atrás y despedirse con un gesto de la mano.
Entramos en el piso de Alex. Es evidente que no vive entre lujos y algodones. A un lado de la estancia hay una cama doble cubierta con una fina colcha de color negro; una mesa y cuatro sillas ocupan la parte derecha del conjunto y junto a la puerta hay una pequeña cocina en la que difícilmente caben dos personas al mismo tiempo. Ni siquiera es un apartamento de una habitación, sino más bien un estudio. Y uno muy pequeño. Alex señala hacia la puerta que hay junto a su cama.
—Ahí está el lavabo. Frente a la cocina hay un armario en el que puedes guardar tus cosas. Meto el petate en el armario y doy un paso adelante.
—Mmm, Alex… ¿dónde esperas que duerma que yo?
—Mandi me ha prestado un colchón inflable.
—Está bien. —Observo de nuevo la habitación. Cuando vivíamos en Chicago, Alex, Luis y yo compartíamos un espacio mucho más reducido que este—. ¿Dónde está la televisión? —pregunto.
—No tengo.
Mierda. Eso sí que no me gusta.
—¿Y qué se supone que voy a hacer cuando esté aburrido?
—Leer un libro.
—Estás chiflado. Yo no leo.
—A partir de mañana lo harás —me dice mientras abre la ventana para airear la estancia—. Ya he pedido el traslado de expediente. Mañana te esperan en el Instituto Flatiron.
¿Instituto? ¿Mi hermano me está hablando de volver a clase? Tío, es lo último en lo que un chaval de diecisiete años como yo quiere pensar. Creía que al menos me daría una semana para adaptarme otra vez a la vida en Estados Unidos. Creo que ha llegado el momento de cambiar de táctica.
—¿Dónde guardas la hierba? —pregunto, consciente de que ahora mismo estoy llevando su paciencia al límite—. Será mejor que me lo digas. Así no tendré que revolverlo todo para encontrarla.
—No tengo.
—¿Cómo se llama tu camello?
—Creo que no lo pillas, Carlos. Ya no estoy metido en esas mierdas.
—Has dicho que trabajas. ¿No ganas dinero?
—Sí, suficiente para comer, ir a la universidad y enviar el resto a mamá.
Aún estoy digiriendo la información cuando se abre la puerta del apartamento. Enseguida reconozco a la novia de mi hermano, con su melena rubia, un juego de llaves del piso y el bolso en una mano, y una bolsa de plástico colgando de la otra. Parece una Barbie a tamaño real. Mi hermano coge la bolsa y se besan como una pareja de casados.
—Carlos, ¿te acuerdas de Brittany?
Ella abre los brazos y me estrecha con fuerza.
—¡Carlos, no sabes cuánto me alegro de tenerte aquí! —exclama Brittany, risueña. Casi había olvidado que era animadora en el instituto, pero en cuanto abre la boca lo recuerdo de golpe.
—¿Por quién te alegras? —pregunto con frialdad. Brittany se aparta de mí.
—Por ti. Y por Alex. Echa de menos tener a su familia cerca.
—Seguro que sí.
Carraspea. No parece muy cómoda.
—Mmm… vale. Bueno, chicos, os he traído comida china.
Espero que tengáis hambre.
—Somos mexicanos —le digo—. ¿Por qué no has traído comida mexicana?
Brittany frunce sus cejas perfectamente delineadas.
—Es broma, ¿verdad?
—Pues no.
—Alex —pregunta volviéndose hacia la cocina—, ¿me echas una mano con esto?
Alex aparece con platos de papel y cubiertos de plástico.
—Carlos, ¿se puede saber qué problema tienes?
—Ninguno —respondo levantando las manos en alto—. Solo le estaba preguntando a tu novia por qué no ha traído comida mexicana. Es ella quien se ha puesto a la defensiva.
—Haz el favor de comportarte y dar las gracias en lugar de hacer que se sienta como una mierda.
Es evidente de parte de quién está mi hermano. Hubo un tiempo en que decía que se había unido a los Latino Blood para proteger a su familia, para que Luis y yo no tuviéramos que seguir sus pasos. Pero ahora es evidente que para él la familia no significa nada.
Brittany levanta las manos.
—No quiero que os peleéis por mi culpa. —Se ajusta la correa del bolso al hombro y suspira—. Será mejor que me vaya para que podáis poneros al día.
—No te vayas —le dice Alex.
Dios mío, creo que mi hermano ha perdido las pelotas en algún lugar entre esto y México. O puede que Brittany las tenga bien guardadas en un cajón de su casa.
—Alex, deja que se vaya si es lo que quiere. —Ha llegado la hora de romper la correa que mi hermano lleva alrededor del cuello.
—No pasa nada, de verdad —interviene ella, y le da un beso—. Disfrutad de la comida. Nos vemos mañana. Adiós, Carlos.
—Ajá. —En cuanto sale por la puerta, cojo la bolsa de la encimera de la cocina y la llevo a la mesa. Leo lo que hay escrito en cada recipiente. Pollo Chow Mein, ternera Chow Fun, bandeja Pu-pu…—. ¿Bandeja Pu-pu?
—Es una especie de aperitivo —explica Alex.
No quiero tener nada que ver con algo que contenga las palabras Pu-pu, y me molesta que mi hermano sepa de qué se trata. Aparto el recipiente, me sirvo un plato de comida perfectamente identificable y empiezo a devorarla.
—¿No comes? —le pregunto.
Él me mira como si no nos conociéramos de nada.
—¿Qué pasa?
—Brittany no se va a ir a ninguna parte, para que te enteres.
—Ese es el problema. ¿No te das cuenta?
—No. De lo que me doy cuenta es de que mi hermano de diecisiete años se comporta como si tuviese cinco. Ya va siendo hora de crecer, mocoso.
—¿Para volverme tan aburrido como tú? No, gracias.
Alex coge las llaves del piso.
—¿Adónde vas?
—A pedirle disculpas a mi novia y luego a trabajar. Estás en tu casa —me dice, y me tira un juego de llaves—. Y no te metas en problemas.
—Ya que vas a hablar con Brittany —respondo yo mientras muerdo el extremo de un rollito de primavera—, ¿por qué no le pides que te devuelva los cojones?


Kiara

 
Capítulo Dos
 

—Kiara, no puedo creer que te haya dejado con un mensaje —me dice Tuck mientras, sentado frente a mi escritorio, lee las tres frases de marras en la pantalla de mi móvil—. Sto n fncna. L snto. N m odis. —Me lanza el móvil de vuelta—. Al menos podría haberlo escrito bien. ¿N m odis? Este tío parece sacado de un chiste. Pues claro que vas a odiarle.
Me tiendo en la cama y observo el techo mientras recuerdo la primera vez que Michael y yo nos besamos. Fue en un concierto al aire libre, en Niwot, detrás del puesto de helados.
—Me gustaba.
—Sí, bueno, pues a mí no. No te fíes de alguien a quien has conocido en la sala de espera de tu terapeuta.
Me pongo boca abajo y hundo los codos en el colchón.
—Era terapia del habla. Y él sólo había ido a acompañar a su hermano.
Tuck, a quien nunca le ha gustado ni uno solo de los chicos con los que he salido, saca de uno de los cajones de mi escritorio una libreta con una calavera rosa en la portada y me amenaza con el dedo.
—Nunca te fíes de un chico que te dice que te quiere en la segunda cita. Una vez me pasó. Fue horrible.
—¿Por qué? ¿No crees en el amor a primera vista?
—No, creo en la lujuria a primera vista. Y en la atracción. Pero no en el amor. Michael te dijo que te quería para poder colarse entre tus piernas.
—¿Cómo lo sabes?

—Soy un chico, por eso lo sé. —Tuck frunce el ceño—. No lo hicisteis, ¿verdad?
—No —respondo, sacudiendo la cabeza para dar mayor énfasis a mis palabras—. Tonteamos un poco, pero yo no quise que llegáramos al siguiente nivel. Es que, no sé… Supongo que no estaba preparada.
No le he visto ni he hablado con él desde que empezaron las clases hace ya dos semanas. Vale, nos hemos enviado algún mensaje, pero él siempre estaba ocupado y prometía llamarme en cuanto tuviese un minuto. Está en último curso en Longmont, a veinte minutos de casa, y yo voy al instituto en Boulder, así que supuse que estaría ocupado con los estudios. Pero ahora por fin sé que el motivo por el que no hemos hablado no tiene nada que ver con estar ocupado, sino con que quería romper conmigo. ¿Por otra chica? ¿Porque no soy lo suficientemente guapa para él? ¿O tal vez porque no quise acostarme con él? No creo que tenga nada que ver con mi tartamudeo.
Llevo todo el verano trabajando en ello y no he tartamudeado ni una sola vez desde junio. Cada semana voy a terapia del habla, cada día practico hablando delante del espejo, cada minuto de mi vida soy consciente de las palabras que salen por mi boca. Hasta ahora no podía evitar perderme en las expresiones de la gente, la forma en que sus rostros dan paso a la confusión, un segundo antes de la revelación final: «Ah, ya entiendo. Tiene un problema».
Luego llegaba la mirada de compasión. Y, para rematarlo, la típica suposición: «debe de ser estúpida». O, en el caso de algunas de mis compañeras de instituto, mi tartamudeo era una fuente inacabable de bromas. Pero ya no he vuelto a tartamudear.
Tuck sabe que este es el año en el que he decidido mostrar  a todo el mundo mi lado más seguro, el mismo que siempre he ocultado a mis compañeros. Durante los tres primeros años de instituto he sido tímida e introvertida porque me aterrorizaba que la gente se riera de mí por tartamudear. Pero ya no tartamudeo a menos que me ponga muy nerviosa. En lugar de la chica tímida e indecisa, recordarán a una Kiara Westford a la que no le daba miedo expresarse en voz alta. Aunque no contaba con que Michael me dejara. Creía que iríamos juntos al baile de graduación y a la reunión de antiguos alumnos…
—Deja de pensar en Michael —me dice Tuck.
—Es muy mono.
—También los hurones son monos y peludos, y no tengo intención de salir con uno. Puedes aspirar a algo mejor. No te vendas tan barata.
—Mírame —le digo—. Acepta la realidad, Tuck. No soy Madison Stone.
—Gracias a Dios. Odio a Madison Stone.
Madison lleva la expresión «chica mala» a un nivel superior. Se le da bien todo lo que hace y fácilmente podría ser coronada chica más popular del instituto. Todas quieren ser su amiga para poder salir con el grupo de los guais. Madison Stone es ella sola el grupo de los guais.
—A todo el mundo le gusta.
—Eso es porque le tienen miedo. En realidad todos la odian en secreto. —Tuck empieza a escribir en la libreta y luego me la pasa—. Toma —me dice, y me tira el bolígrafo.
Observo la página. En la parte superior se puede leer LEYES DE LA ATRACCIÓN; debajo, una línea se extiende hasta el centro de la hoja y la divide en dos.
—¿Qué es esto?
—En la columna de la izquierda escribe todas las cosas buenas de ti misma que se te ocurran.
¿Me está tomando el pelo?
—No.
—Venga, empieza a escribir. Considéralo un ejercicio de autoayuda y una forma de darte cuenta de que las chicas como Madison Stone ni siquiera son atractivas. Acaba la frase Yo, Kiara Westford, soy genial porque
Sé que Tuck no tiene intención de rendirse, así que escribo una estupidez cualquiera y le devuelvo la libreta. Lee mis palabras y hace una mueca.
—Yo, Kiara Westford, soy genial porque… sé jugar al fútbol americano, cambiar el aceite de mi coche y ascender un catorce mil. Bah, a los chicos no les gustan estas cosas. —Me quita el boli, toma asiento en el borde de la cama y empieza a escribir frenéticamente—. Establezcamos los puntos básicos. Para conseguir un resultado fiable, hay que dividir el coeficiente de atracción en tres partes.
—¿Quién se ha inventado esas normas?
—Yo. Estas son las «Leyes de la atracción» de Tuck Reese. Primero empezamos con la personalidad. Eres lista, divertida y sarcástica —continúa, apuntándolo todo en la libreta.
—No sé si todo eso es bueno.
—Yo sí. Pero espera, no he acabado. También eres una amiga fiel, te encantan los retos y eres una estupenda hermana para Brandon. —Cuando termina de escribir, levanta la mirada de la hoja—. La segunda parte son tus habilidades. Sabes arreglar coches, eres atlética y sabes cuándo cerrar la boca.
—Eso último no es una habilidad.
—Cariño, créeme. Es una habilidad.
—Has olvidado mi ensalada especial de espinacas y nueces.
—No sé cocinar, pero esa ensalada es mi preferida con diferencia.
—Preparas una ensalada deliciosa —continúa, añadiéndolo a la lista—. De acuerdo, vamos con la última parte: rasgos físicos. —Tuck me mira de arriba abajo, evaluándome, a lo que yo respondo con un bostezo. Me pregunto cuándo acabará esta humillación.
—Me siento como el ganado a punto de ser subastado.
—Sí, sí, lo que tú digas. Tienes una piel perfecta y una nariz resultona a juego con tus tetas. Si no fuese gay, sentiría tentaciones de…
—Puaj. —Le aparto la mano de la hoja de un manotazo—. Tuck, ¿te importa no decir ni escribir esa palabra? Él se aparta el largo flequillo de los ojos.
—¿Qué palabra, tetas?
—Ecs. Sí, esa precisamente. Di pechos o delantera, por favor. Suena tan… vulgar.
Tuck ahoga una risita y pone los ojos en blanco.
—Vale, unos pechos resultones. —Se ríe, incapaz de disimular lo bien que se lo está pasando—. Lo siento, Kiara, suena como algo que pueda hacerse a la plancha o pedir en la carta de un restaurante. —Finge que mi libreta es una carta mientras recita con acento francés «Sí, camaguego, yo tomagué los pechos guesultones a la plancha con guagnisión de coliflog».
Le tiro a Mojo, el enorme osito de peluche azul que mis padres me regalaron en el hospital cuando, con tres años, me quemé accidentalmente con agua caliente. He apuntado a la cabeza.
—Llámalas glándulas y sigue.
Mojo rebota en Tuck y aterriza en el suelo. A mi mejor amigo no se le escapa ni una.
—Tetas resultonas, fuera. Pechos resultones, fuera. —Se regodea en el proceso de tachar ambas expresiones—. Sustituir por… glándulas resultonas —continúa, tomando nota de cada palabra a medida que habla—. Piernas largas, y también pestañas largas. No te ofendas, pero no te iría mal una manicura.
—¿Eso es todo? —pregunto.
—No sé, ¿se te ocurre algo más?
Niego con la cabeza.
—De acuerdo, ahora que sabemos lo genial que eres, tenemos que hacer una lista del tipo de chico que quieres.
—Se sienta junto a mí en la cama—. Escribiremos en la parte derecha de la hoja. Empecemos con la personalidad. Quieres un chico que sea… Rellena los espacios.
—Quiero un chico que esté seguro de sí mismo. Mucho.
—Bien —asiente Tuck mientras toma nota.
—Quiero un chico que se porte bien conmigo.
Tuck sigue escribiendo.
—Un chico majo.
—Me gustaría que fuese listo —añado.
—¿Listo de la calle o de biblioteca?
—¿De las dos? —pregunto, sin saber si es la respuesta correcta.
Él me acaricia la cabeza como si fuese una niña pequeña.
—Bien. Pasemos a las habilidades. —Levanta una mano en alto, deteniendo cualquier posible contribución por mi parte—. Yo me ocupo de esta parte. Quieres un chico que tenga las mismas habilidades que tú y algunas más. Alguien a quien le gusten los deportes, que sepa apreciar tu interés en arreglar esa carraca a la que llamas coche y…
—Oh, vamos, dispara. —Me levanto de la cama de un salto—. Lo cual me recuerda que tengo que ir a la ciudad a recoger algo del taller.
—No me digas que es un dado peludo para colgar del retrovisor.
—No es un dado peludo. Es una radio. Una muy antigua.
—¡Oh, es perfecto! ¡Una radio antigua a juego con tu coche antiguo! —se burla Tuck, y aplaude fingiendo excitación.
—¿Quieres venir conmigo?
Él cierra la libreta y la deja de nuevo en mi escritorio.
—Lo último que me apetece ahora mismo es estar rodeado de gente que no hace otra cosa que hablar de coches y a la que encima le interesa de verdad el tema.
Tardo quince minutos en llegar al taller de Finney después de dejar a Tuck en su casa. Alex, uno de los mecánicos, fue alumno de mi padre. Después de una sesión de estudio, mi padre descubrió que Alex entendía de mecánica. Le habló del Monte Carlo del 72 que estoy arreglando y desde entonces me ha estado ayudando a conseguir recambios.
Aparco el coche dentro del garaje y encuentro a Alex inclinado sobre el motor de un Volkswagen Escarabajo.
—Eh, Kiara —me saluda. Se limpia las manos con un trapo sucio y me dice que espere mientras va a buscar la radio para mi coche—. Aquí tienes —me dice, y abre la caja. Sé que no debería estar tan emocionada por una radio, pero el salpicadero no estaría completo sin ella. Saca la radio de la caja y retira el papel de burbuja que la recubre. La parte trasera está llena de cables, como si tuviese piernas, pero, aun así, es perfecta. La que venía con el coche nunca llegó a funcionar, y el frontal estaba roto, de modo que Alex ha estado buscando por internet un recambio original.
—No he tenido tiempo de probarla, por eso —me dice mientras manipula las conexiones para asegurarse de que son sólidas—. He tenido que ir al aeropuerto a recoger a mi hermano y no he podido venir antes.
—¿Ha venido de visita? —pregunto.
—No, no está de visita. Mañana es su primer día en el instituto de Flatiron, en el último curso —explica mientras rellena una factura—. Tú vas a ese instituto, ¿verdad?
Asiento.
Vuelve a guardar la radio en su caja.
—¿Necesitas ayuda para instalarla?
Eso pensaba antes de tenerla entre mis manos, pero ahora ya no estoy tan segura.
—Quizás —le digo—. La última vez que soldé cables fue un completo desastre.
—Pues no la pagues ahora —me dice—. Si tienes tiempo mañana después de clase, pásate por aquí y te la instalo. Así tendré tiempo para probarla. —Levanta los ojos de la factura y golpea el mostrador con el bolígrafo—. Sé que te va a parecer una locura, pero ¿podrías enseñarle el instituto a mi hermano? No conoce a nadie.
—Tenemos un programa de bienvenida —explico orgullosa—. Podemos quedar por la mañana en la oficina del director y firmar para que sea su guía. —La antigua Kiara era demasiado tímida para ofrecerse a hacer algo así, pero la nueva Kiara no.
—Será mejor que te advierta…
—¿De qué?
—A veces es un poco difícil tratar con mi hermano.
En mis labios se dibuja una amplia sonrisa, y es que como muy bien ha dicho Tuck…
—Me encantan los retos.

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